SEXENIO
JOSÉ LÓPEZ PORTILLO (1976-1982)
El plano internacional
En 1977 comenzó
el restablecimiento de las relaciones diplomáticas de México con el régimen
encabezado por el Rey Juan Carlos I y presidido por Adolfo
Suárez, a dos años del fin del Franquismo, siendo designado como embajador
de México en España al ex mandatario Gustavo Díaz Ordaz. Ante esta
designación, Carlos Fuentes, embajador de México en Francia, decidió
renunciar, argumentando que no iba a reunirse ni quería ponerse al nivel de
quien señalaba como responsable de la Matanza estudiantil del 2 de octubre
de 1968. Al conocer la noticia, López Portillo ofreció la embajada vacante a
Echeverría, quien prefirió la representación de México ante la UNESCO, con
sede en París, en donde permaneció hasta 1978.
En enero de 1979,
López Portillo auspició la venida del Papa Juan Pablo II, luego de décadas
de lejanía con la Iglesia Católica, autorizando el oficio de una misa al
aire libre transmitida inéditamente por televisión.
Los excesos
Conforme
avanzó el sexenio la excentricidad, el despilfarro y el influyentísimo se
apoderaron del mandato de López Portillo. Olvidándose de su investidura, el
presidente obligó a que la gira papal hiciera una parada en la Residencia
Oficial de los Pinos con el objeto de que Su Santidad celebrase una misa
especial para su madre, contestando a sus detractores que "pagaría de su
bolsillo" las sanciones administrativas previstas por violentar la
laicidad de un espacio oficial y subestimando los problemas evidentes por la
inexistencia de relaciones diplomáticas entre México y el Vaticano; su esposa,
mujer de arrogancia y reiterados desplantes, tomó en sus manos la política
cultural del gobierno sin experiencia alguna y ordenó, por ejemplo, que se
integrara una orquesta sinfónica especial, la Filarmónica de la Ciudad de
México, para dar a conocer sus dotes de pianista con temas del grupo Mocedades;
y su hija Paulina debutó como baladista juvenil y fue apoyada para alcanzar el
éxito.
El desastre económico
En
materia económica su administración se caracterizó, sobre todo después de la
primera mitad, por tomar decisiones arbitrarias y financieramente ineptas que
detonaron la crisis más severa en la historia de México desde la época
revolucionaria, no sólo repitiendo, sino aumentando los errores del periodo
echeverrista. El gobierno, obnubilado por las ganancias del petróleo y la
euforia de los mercados, guardó los propósitos de inicio en un cajón y tramitó
con la banca extranjera una pléyade de préstamos irreflexivamente para sufragar
la exploración e infraestructura de explotación de los depósitos petroleros;
puso en marcha proyectos de desarrollo condenados al fracaso por su pomposidad
y mala preparación (la Alianza para la Producción, el Plan Nacional de Zonas
Deprimidas y Grupos Marginados, el Sistema Alimentario Mexicano o el Plan
Global de Desarrollo, el más elocuente de todos); y fomentó una obesa
burocracia al crear nuevas secretarías de Estado y multitud de organismos,
adquiriendo y participando igualmente en más de medio millar de empresas, lo
que junto a una corrupción galopante terminó no sólo por reducir a cero los
excedentes del petróleo (calculados en cien mil millones de dólares entre
1978 y 1981), sino por multiplicar la deuda externa ante el aumento de las
tasas de interés, añadiéndose intrigas palaciegas desde la Secretaría de
Programación y Presupuesto rumbo a la determinación de la candidatura
presidencial del PRI, traducidas en diagnósticos desprendidos de cuentas
manipuladas que truncaron medidas elementales como el recorte al gasto
corriente y la baja de precio del barril de crudo para afrontar la sobreoferta
y la austeridad energética autoimpuesta por el mercado mundial, siendo los
chivos expiatorios el secretario de Hacienda, David Ibarra, y Jorge Díaz
Serrano, director de Petróleos Mexicanos (PEMEX) y un amigo más de
los años mozos del mandatario en el primer nivel del servicio público, ambos
serios aspirantes al Ejecutivo.
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